“Con Diego me iría al fin del mundo, pero con Maradona no daría un paso”. Esta frase, pronunciada por Fernando Signorini, preparador físico de Diego Armando Maradona, resume bastante lo que fue el genio del fútbol mundial. Lo que algunos consideran el mayor mito y leyenda que ha tenido el balompié, otros le recordarán simplemente como alguien que tuvo el éxito en sus manos – o en sus botas – y lo echó todo a perder. Lo cierto es que ambos bandos tienen razón. Pero, ¿sería justo separar de raíz ambos pensamientos?
No he venido aquí a exculpar a Maradona de todo lo que hizo. Ni por los actos que cometió destrozando su vida ni por los que provocaron tantísimo daño a su entorno más cercano. Eso es parte de su historia y con lo que Diego convivió hasta el final de sus días. Por todo ello pagó, pero ni aun así consiguió manchar la pelota. Esa pelota amaba a Diego y jamás encontrará un amor tan puro como el que ‘el Pelusa’ le daba.
Hasta el Diego fue plenamente consciente de que todo se le fue al traste. Él sabía lo que había llegado a ser y hasta qué punto su vida se trastocó para acabar rendido a los excesos. Porque, para qué engañarnos, Maradona fue el jugador con las luces más brillantes de la historia, pero las sombras más oscuras del estrellato del fútbol. Ahora solo nos queda recordar con nostalgia unas luces que jamás volveremos a ver en una cancha y aprender de los errores de las sombras para que no vuelvan a aparecer.
Aun así, tan difícil de asimilar es que todo va en un mismo pack que cotejar que, aun sabiendo esto, veas cómo la gente despedía con ríos de lágrimas a una auténtica divinidad el pasado mes de noviembre. ¿Cómo pueden lamentarse de la muerte de alguien que se hizo tanto mal? Porque aquellos que hoy se lamentan, un día gozaron gracias a Diego. Pasó con Argentina en 1986 y ocurrió lo mismo con la ciudad de Nápoles, donde Maradona se convirtió en El Moisés que les trajo el maná. Y si no, díganselo a aquel seguidor pensionista del Nápoles que llevaba treinta años escuchando por toda Italia cómo les invitaban poco amablemente en el norte del país a lavarse o les cantaban "Vesuvio, lavali col fuoco" (“Vesubio, lávalos con fuego”). Llevaban toda su vida soportando ser los apestados del sur de Italia. Esos pobres sin suerte que jamás ganarían nada. Hasta que llegó Diego.
Siempre me gusta pensar que, quizás, todos los que algún día intentaron destruirlo – con menos éxito que el propio Maradona, desde luego – lo hacían conscientes de la altura que suponía hablar de Diego. De hecho, me gusta pensar que hasta la Federación Italiana hoy lamenta el destrozo que ocasionó en 1990 con aquellas semifinales organizadas en Nápoles y lo que desembocó. Aunque, bien esté decirlo, no resta ni un ápice de culpa de la autodestrucción orquestada por el propio diez.
Es tremendamente difícil de entender, pero también casi imposible de refutar. Lo que es seguro es que no puedes pedirle a esa gente que no quiera a Maradona. Ellos ya fueron felices con él y no lo olvidarán jamás – quizás también porque muy probablemente nadie pueda volver a traerles esa felicidad. Por ello lloraron y por ello Villa Fiorito siempre será la cuna de la figura más grande del fútbol de todos los tiempos.
La reflexión final invita a retrotraerse al inicio de esta página: ¿Hay que separar al genio del loco? Quién mejor para responder que el protagonista de esta historia con reciente final. A la frase introductoria de este texto, el pelusa le respondía lo siguiente a Signorini: “Sin Maradona, Diego estaría toda la vida en Villa Fiorito”.